Hace poco más de cien años que el diablo inyectó veneno en las venas del Cuerpo Místico de Cristo mediante las diversas ideas provenientes de los primeros modernistas; así el liberalismo religioso se impuso desde el Concilio Vaticano II en el seno de la Iglesia para enterrar con ahínco, y de una vez por todas, las enseñanzas de la Tradición Católica. Esta vez la demolición vuelve a hacerse manifiesta —como todos los días, a decir verdad— en la gente más ajena al tema ahora mencionado y menos conocedora de su propia religión, a través de la ‘propositiva’, pero luciferina, Jornada Mundial de la Juventud.
Luciferina porque la JMJ lleva la ponzoña modernista corriendo por sus venas. Y el príncipe de este mundo, quien también es democrático e incluyente, no tardó en hacerse escuchar y mostrar su propaganda ecuménica. A él le encanta la idea de que todas las religiones converjan en una sola, él más que nadie sería feliz si todos pensaran igual que los musulmanes: la blasfemia de que nuestro Señor Jesucristo es simplemente un profeta e incluso Mahoma está por encima de Él. Lucifer es ecuménico y le encanta la idea de abolir los credos (así los cristianos pierden el suyo y con ello pierden el camino seguro de salvación).
Él no sólo busca la promoción del aborto, los adulterios y la sodomía porque sabe que ese no es el corazón de la ley, más bien busca día y noche la corrupción, la perversión de la fe católica, pues con ello ataca el precepto supremo de Dios, contenido en el primero y más importante de los mandamientos: Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Quien, por el contrario, lo odia, lo induce a la mentira y al engaño, al error y al extravío, a la perdición y todo lo que se opone a la voluntad divina, según sus propias pasiones, desviaciones y perversiones. Y en primer lugar a perder lo más sagrado para un cristiano: el depósito de la fe. Amar la revelación que heredaron los apóstoles y, a su vez, transmitierton a sus sucesores, creer en ella y vivir según su doctrina, es amarlo a Él antes que a nada.
El diablo está convencido de esto porque él conoce todas las enseñanzas de la iglesia y cree firmemente en ellas, por supuesto (Hasta los demonios creen. Santiago 2, 19). Pero las odia y por eso desvía al hombre del camino de la verdad, del sendero de la virtud, de la recta razón y lo echa así de la vereda de santidad tan angosta que es menester seguir para llegar al Cielo.
En el Edén él dijo a nuestros primeros padres que no morirían y serían como dioses. Y murieron. Ahora repite con igual insistencia: “Actuar… cambiar, modificar dos mil años de religión. Todas fueron construcciones medievales. No pasa nada. Dios los ama. Dios quiere que vivan como quieran. Dios quiere que no haya divisiones. Dios quiere, en fin, que sean como Él.”
Sin embargo, la última gran advertencia acerca de la ignominia modernista la hizo nuestra Señora del Rosario en Fátima hace ciento dos años. Al mismo tiempo la Virgen dio los últimos medios para librar guerra tan vil que arrastra a tanta almas al extravío y luego al infierno hoy en día: la devoción a su Inmaculado Corazón y el rezo diario del Santo Rosario, devociones cuyo fin es, en última instancia, el vivir adheridos al catolicismo de siempre; es decir, al Calvario diario, a la Santa Misa del rito romano.
Como afirmaba Mons. Marcel Lefebvre, la Virgen no es ni protestante ni interreligiosa ni modernista ni liberal ni —podríamos agregar— musulmana. Ella no dialoga con las religiones ‘para hacer un mundo mejor’ porque sabe (lo comprobó en su vida terrena y ahora lo ve desde el Cielo) que no puede existir un mundo mejor si no se abrazan la Cruz de nuestro Señor y la doctrina cristiana, la única que Él mismo predicó; y que no puede haber paz para quienes pretenden la licitud en vivir de acuerdo con las inclinaciones viciosas, según cada uno, por lo cual niegan implícitamente la existencia del pecado mortal (aunque estos, de hecho, están en pecado mortal). Su discurso es uno, la realidad es otra: no puede haber paz para el pecador. La paz que nos dejó el Hijo de Dios es la tranquilidad del orden en nuestras almas: la gracia santificante, saberse templo vivo de su Espíritu Santo, miembro vivo de su Cuerpo.
Ella que librará —y está librando— la batalla final contra la antigua serpiente llamada diablo o satanás, está del lado de quienes con la gracia divina se hacen violencia cada día para transformarse en Su Hijo, siendo así hijos suyos también: de quienes aman la verdad, las enseñanzas bimilenarias de la Iglesia docente, las vidas de los santos (todos tradicionales), y se renuncian a sí mismos buscando la negación completa de sí. Ella guarda en su Inmaculado Corazón a quienes luchan noblemente por la gloria verdadera de Dios. Y al final su Corazón Inmaculado triunfará.
Dorian Torres